A veces me pregunto cuántos gramos de cocaína hacen falta para curar el dolor. Digo a veces, porque desde hace un tiempo que me drogo porque me gusta. Claro, al principio, los meses siguientes al suicidio de Mariela empecé a tomar para superar el dolor. Ahora tomo porque me gusta. Porque yo puedo dejar cuándo quiero, cuando no tengo plata no compro. No salgo a robar, no pido préstamos, no compro cocaína con promesas de futuros pagos. Nada de eso. Pero a veces, cuándo estoy solo ante la línea que se me presenta en la mesa, antes de ir a trabajar o de salir con amigos o de una cena con compañeros de trabajo, en ese instante antes de aspirar en el que estamos solos, la línea blanca y yo, rodeados por el mundo cotidiano de objetos y fotografías me pregunto cuántos gramos de cocaína hacen falta para curar el dolor, casi retóricamente porque ya lo sé desde hace tiempo; nada cura el dolor. No hay cocaína en el mundo que pueda sanar algo que sangra. Lo que sangra, lo que se desangra, lo que se extingue en chorros impresionantes de agua roja vital no puede ser cauterizado con ninguna sustancia, con ningún tiempo por más largo que sea. Todo permanece intacto como el primer día. Solo podemos practicar el arte de disimular el sangrado, de sobrellevar estoicamente aquello que es tan horrible como indecible.
Mariela se mató el 2 de noviembre de 1999. Esa noche fue hermosa. Hacía 22° grados, no había viento, tampoco nubosidad. Durante la tarde que caía entre una mezcla de rojos, amarillos y naranjas con el sol gigante como a punto de explotar que se escondía tras los edificios de la capital tuve muchísimas ganas de abrazarla. La llamé a la oficina al mediodía, y había salido a almorzar, me dijeron que salió sola porque tenía que hacer un trámite (más tarde nos enteramos que estaba comprando el arma con la que se iba a disparar esa noche preciosa de noviembre), luego por la tarde una vez a su teléfono celular que dio apagado y finalmente a la noche a su casa cuando ya se había disparado. No fui al velorio de Mariela. Prefiero vivir con la incertidumbre de no haberla visto muerta, de pensar que cualquiera de estos días puede aparecer ahí, en el lugar donde nos quedamos. Tres días antes de que Mariela se dispare en la cabeza a las diez de la noche del 2 de noviembre de 1999 en su departamento de la calle Las Heras, habíamos terminado. En realidad no habíamos terminado, solo quería que se diese cuenta que aquella actitud irresponsable, celopata no conducía la relación más que a su término. Mariela dejó una carta. En ella me exculpaba del suicidio y mencionaba una serie de factores que tenían que ver con fracasos pasados, peleas con amigos y padres, aburrimiento de la vida de oficinista. Sus amigos, sus padres, y sus compañeros de trabajo solo tardaron tres horas en empezar a culparme. El primer llamado lo recibí a la mañana siguiente. En una serie de insultos que no puedo nombrar, Agustín, el hermano menor de Mariela me dijo “Estarás contento, Mariela se pegó un tiro, felicidades”. No lloré durante ese día.
A los dos meses de la muerte de Mariela recién, hablando con un amigo pude llorar. Le conté claramente lo sucedido. Él me comentó que Mariela no era una persona normal y que tarde o temprano esto iba a pasar. Me dijo que me tranquilizase y me pidió que por favor viese a un terapeuta para tratar de afrontar el duelo que hasta ahora venía negando. Martín sabía más de lo que yo decía. Nunca hice el duelo. El día posterior a la muerte de Mariela fui a trabajar, a los dos días al cumpleaños de mi hermano, a los seis días fui al cine. No lloré hasta pasados dos meses, mi vida siguió normalmente quizás de manera inconsciente, quizás a manera de protección personal. La muerte es un simple accidente en el transcurso de la historia de la humanidad. Mariela murió, se disparó en la cabeza, pero eso no detuvo la preciosa noche del 2 de noviembre de 1999, ni tampoco los años subsiguientes, las crisis económicas, los atentados en todas partes del mundo. Nada se detiene. Nacieron y murieron flores, perros, gatos, mariposas, palomas, árboles, hormigas, abejas. Amaneció, atardeció, fue de madrugada, de día, con sol y con lluvia, con tormentas y granizó, también escampó. Cambiaron los modelos de publicidad, de marketing, los carteles, remodelaron plazas, casas, edificios, se tiraron abajo otras plazas, casas y edificios, y se construyeron más. Hubo más de veinte ministros de economía, siete presidentes distintos, elecciones, avances, retrocesos. Nacieron más de cinco millones de personas, murió seguramente otro millón, hubo casamientos, separaciones, alguien habrá conocido al amor de su vida, otro alguien lo habrá perdido. En suma, había un mundo que seguía girando las ruedas del tiempo con o sin Mariela, que seguía adelante con sus tragedias y felicidades, con sus miserias, desdichas y alegrías. La bala que golpeó la vida de Mariela hasta extinguirla, jamás podría extinguir el tiempo. Tampoco podría cerrarse jamás lo que se abrió en su cabeza y se multiplicó en mí.
A los tres meses empecé a tomar cocaína. De ese contacto primario con la droga no me acuerdo mucho. Tomé y fue como el golpe de un martillo en el centro de mis sentidos que se dispararon diversamente. No me olvidé de Mariela. Primer síntoma de lo que vendría. Mientras estaba drogado me sentí tan pero tan triste, tan encerrado en mi cuerpo, y tan lejos de Mariela que creí que no volvería a hacerlo. A la droga volví a los tres días, siempre cocaína. Esta vez estaba exaltado. No había restos de tristeza, tampoco de felicidad. Todo pasaba rápido por mi cabeza, pensamientos, recuerdos, incluso podía escribir cada detalle de cada lugar en el que había estado con muchísima precisión. No hubo rastros de recuerdos tristes.
Mis primeros seis meses fueron así. Me drogaba, no había rastros de momentos tristes. Volvían, me volvía a drogar. Comprendí luego que la droga no era el camino para curar absolutamente nada. Nada que duela lo suficiente como para partir el alma en diez partes podría curarse con estupefacientes. Primera decepción ante la realidad. Mariela ya muerta hace seis meses, la vida normal recompuesta, sus padres más tranquilos, sus amigos que vagaban entre el recuerdo y la incredulidad, esperando que alguna vez ella apareciese y les contara que todo fue una broma de mal gusto, que todo volvería a ser como lo fue antes de ese 2 de noviembre de 1999 y yo que atravesaba el duelo sin más que drogarme antes de cualquier contacto con la sociedad para superar el momento sin caer en la letanía del silencio, ya creía que la cocaína, de tanta fama entre los depresivos, no servía para absolutamente nada. Mariela no solo seguía muerta ahí donde más me molestaba su cadáver, es decir en el centro de mi vida, sino que su recuerdo era aún a veces más insoportable después de la droga que antes de la misma. No había contacto con la cocaína que no fuera construido como una profundización del duelo. No hubo jamás línea de cocaína en todo este tiempo que me haya hecho olvidar aunque sea un segundo toda la miserabilidad que me definía.
Ahora que el cadáver de Mariela sigue presente en el salón de principal de mi casa todos los días, ahora que ese cadáver putrefacto, que no habla, que grita, que me culpa, que tiene ganas de quedarse por el resto de mi vida y de su muerte junto a mí, justo en este momento que ese cadáver que ya no es ni será lo que fue Mariela me recibe todas las noches abriéndome las puertas de mi soledad, ahora es cuando quiero abrir los papeles de cocaína que compré y tomarlos juntos, dos o tres gramos para tal vez de esa manera ser como Mariela un cadáver solitario, detenido en una fotografía de lo que fui y de lo que jamás volveré a ser. Tal vez de esa manera pueda estar con Mariela y volver el tiempo al 30 de octubre de 1999, donde nos quedamos y de donde tal vez, solo tal vez, nunca deberíamos habernos ido.