¿Cuántas horas por día te dignifican?

Uno de los discos que no me canso de escuchar en estos últimos tiempos es “Principio de incertidumbre” de Ismael Serrano. Es que el español, antes que cantante, antes que músico y antes que ex estudiante de la facultad de Ciencias, es un gran contador de historias.

En una de ellas, antes de la canción “Kilómetro cero”, cuenta que en la ciudad de La Paz lo asombró una pintada que  rezaba “esta ciudad tiene más radiotaxis que sentimientos”. Desde que escuché esa anécdota voy atento a qué dicen las paredes de Buenos Aires, si hay alguna frase que sea digna de describir el caos que recorre con nosotros el camino hasta el trabajo.

Buenos Aires no es menos caótica que La Paz, la única diferencia con la ciudad Boliviana es la ex capital del Virreinato del Río de La Plata es la más europea de las latinoamericanas. Un Paris a la vuelta del sur del mundo.

En una de esas búsquedas, apoyado contra la ventana del colectivo 172 que recorre el oeste del conurbano hasta Caballito, frente a la cancha de Ferro leí “¿cuántas horas por día te dignifican?”.

Pintado en aerosol negro, con letra clara; nada te puede interpelar más yendo a trabajar que esa pregunta, mientras tu bus recorre apurado la avenida Avellaneda y se pasa frente a los viejos tablones de madera del estadio de Ferrocarril Oeste.

Se ha dicho, -en realidad lo ha dicho un general que presidió tres veces el país- que el trabajo dignifica. Apuntar a la teoría de que la venta de la fuerza de trabajo para el enriquecimiento de un tercero se parece a algo que tenga que ver con la dignidad, es por lo menos un engaño.

Durante la feria del libro de este año, Federico Andahazi, a quién puede acusarse con muchos argumentos de ser un fundamentalista del pesimismo dijo algo, casi sin querer sobre el tema en la presentación de su última novela: “No hay nada más triste que trabajar en algo en lo cual uno no está interesado”, y luego de una breve pausa de reflexión agregó: “En realidad sí, trabajar cincuenta años en lo que a uno no le interesa en lo más mínimo”

La dignidad debería buscarse ahí en los ratos de ocio. En los lugares comunes de la calle, en el minuto que se pasa frente a una injusticia y se actúa. En el arte, en el acto de pensar; en lo abstracto de evocar un recuerdo feliz de unas vacaciones o viaje pasado para contárselo a un grupo desconocidos.

También, se ha buscado la dignidad en la pobreza. La operación en ese aspecto es más perversa. Es digno el pobre que acepta su condición como un reo una condena por un delito. El pobre digno no se queja, no patalea, no protesta. Es un ejemplo de como aceptarle al sistema el lugar que nos asigna.

No hay pobres dignos e indignos. Hay pobres en un sistema indigno.

El lenguaje es cosa de los hombres. Lo que se hace con él también. Que me perdone Perón, pero nos hizo vivir durante cincuenta años equivocados. Ocho horas por día no son la dignidad de una persona. La dignidad va por otra avenida y no se representa en el trabajo.

Ahora sí. Llegó el momento de preguntarnos sinceramente, sin miramientos ni mentiras; ¿Cuántos horas por día te dignifican?.

¿Qué es la Patria?

Viva la patria. Pero, ¿qué patria? Porque en principio habría que definirse eso, ¿no? ¿Qué decimos, cuando decimos patria? Y cuando decimos Patria con mayúsculas, para resaltar la palabra, para ponerle en foco, como si fuera la imagen a destacar de un siglo, ¿qué pensamos? ¿Qué ponemos en juego?

“La patria es el otro” dijo CFK hace unas semanas. ¿Qué otro? ¿El que está al lado mío? ¿El que me insulta? ¿El que me niega? ¿El que dice que la Asignación Universal por hijo se va por la canaleta del juego y la droga? ¿Aquel que dice memoria, verdad, justicia y reconciliación? ¿Ese otro que piensa que “algo habrán hecho” y por eso desaparecieron? ¿O el que torturó en un campo de concentración pensando en que cumplía con Dios y precisamente con la Patria?

¿Qué es la Patria? Vuelvo a preguntar escribiendo con la inmediatez que me exige la historia, porque todo pasa, fugaz y efímero. ¿La patria es el que duerme en la calle? ¿El estudiante universitario? ¿El escritor marxista? ¿Marcos Aguinis? ¿La patria es Monsanto? ¿O Las Abuelas, Madres e hijos de detenidos, fusilados, tirados al río, desaparecidos?  ¿La Patria es la gente del 8 de Noviembre o la que marchó por la justicia independiente? ¿La patria son los jueces que dejaron libres a los secuestradores de Marita Verón? ¿Las señoras de Recoleta con carteles que dicen “En Barrio Norte también tenemos hambre”?

Por eso, ¿quién es el otro? ¿El otro es par o impar? ¿Comparte alguna raíz conmigo o desea mi destrucción y aniquilación? ¿Podemos pensar la patria con el otro? Y mientras tanto, alguien vuelve a gritar, ¡viva la patria! ¿La patria del 76? ¿Del 55? ¿La patria que destruyó el empleó de miles de trabajadores y derrocó a Illia?

La patria bajó de los barcos dicen algunos. ¿Con una mano atrás y otra adelante? ¿O con las armas de los ingleses para invadirnos? ¿De qué barcos? ¿De los nazis? ¿De los anarquistas? ¿De los socialistas?

Entonces, para resumir las preguntas, ¿qué es la Patria, con mayúsculas o minúsculas? ¿Qué es esa idea, noción, esbozo o ensayo que tenemos de lo nuestro? ¿No será inasible? ¿No será que la Patria es apenas lo más cercano? Porque, ¿Qué puede haber de nosotros entre un habitante de Salta y yo? ¿Será que somos muchas patrias tratando de hacer una? ¿Podremos?

Colguemos un aviso: Cuidado, Patria en construcción.

Matar por Dios

“Morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud”, la cita que abre este artículo es de Borges, pertenece al cuento “Deutsches Requiem”, que narra el último día de un genocida Nazi antes de cumplir su condena a muerte.  Ayer, salvando las distancias con la realidad,  murió un genocida de carne y hueso, en Argentina, en una celda común. Su nombre era Jorge Rafael Videla, y falleció a los 87 años de edad, sentado en el inodoro del lugar donde se encontraba recluido, cumpliendo una de las tantas condenas que sobre él pesaban

Hoy, Beatriz Sarlo  afirma en su artículo “ Videla pertenece al séptimo circulo, el de los violentos”,  que “arrodillado  frente a los crucifijos que afirmaba respetar, la imagen de Videla es imborrable”. Cuesta creer que los crímenes siempre se cometan en nombre de Dios.  Sí a la frase que inicia este artículo puede asignarsele, fuerza discursiva al punto de constituirse en verdad, también puede afirmarse que matar por Dios es más simple que matar por una idea. Pues, ¿qué remordimiento puede sentir  un hombre, que se embarca en la empresa de matar con Dios como respaldo moral de sus actos?.

La culpa es un sentimiento cristiano. Videla murió sin sentir nada por sus victimas. Ni un solo pedido de perdón esbozó en estos años, ni una línea más allá de lo que ha dicho siempre, desde sus años en el poder, hasta sus declaraciones como acusado y condenado. Sus crímenes, aberraciones;  constituyen actos que persiguen  la lógica de las empresas que se le habían encomendado. Dígase esto bien claro, el genocida muerto, mato por Dios en primer lugar, ese mandato del ejército, de defensa de las instituciones más tradicionales del poder,  y en segundo lugar porque así se lo entrenó en la Escuela de Las Américas: fue preparado para matar a sus compatriotas en el marco de un plan sistemático para imponer -a cuesta de las vidas que fuesen necesarias- un sistema económico que luego fue legítimado en las urnas, por el ex presidente Carlos Menem.

Por eso, que Videla se haya arrodillado frente a crucifijos, no debería significar un signo de hipocresía.  El plan que siguió al pie de la letra tenía entre sus cómplices a la alta jerarquía de la iglesia.  Entre los torturadores hubo curas, aunque también lo hubo entre los torturados, estos pertenecían a la minoría de las iglesias del tercer mundo. Además de los generales franceses que entrenaron al genocida muerto y sus secuaces, hubo sacerdotes, a los cuales se les encomendó la misión de explicarles que nada de pecado había en el hecho de matar por Dios.

El dictador fue un hombre convencido y un sirviente perfecto. Convencido, porque nunca se corrió un centímetro de los lineamientos que le habían encomendado, y lo hizo creyendo profundamente que esa era su responsabilidad ante la patria y ante Dios. Un sirviente perfecto porque respondió sin un solo cuestionamiento, a los responsables ideológicos de sus crímenes. No reparó jamás en las mujeres embarazadas, ni en los jóvenes, ni siquiera en el derecho negado a la cristiana sepultura.

Matar por una religión es más simple que matar por una idea. El genocida Videla , bien podría haber escrito esa frase en una pared de su jaula mientras esperaba el fin. La muerte que supo ser, lo visitó para llevárselo  Tal vez ser creyente un día como hoy, me sirva también para pensar, que arrodillado ante Dios, el asesino está dando cuenta de cada uno de sus actos. La condena que se espera es la de una eternidad de castigo e infiernos. Esos avernos que alguna vez él supo recrear en la tierra.

Cocaína

A veces me pregunto cuántos gramos de cocaína hacen falta para curar el dolor. Digo a veces, porque desde hace un tiempo que me drogo porque me gusta. Claro, al principio, los meses siguientes al suicidio de Mariela empecé a tomar para superar el dolor. Ahora tomo porque me gusta. Porque yo puedo dejar cuándo quiero, cuando no tengo plata no compro. No salgo a robar, no pido préstamos, no compro cocaína con promesas de futuros pagos. Nada de eso. Pero a veces, cuándo estoy solo ante la línea que se me presenta en la mesa, antes de ir a trabajar o de salir con amigos o de una cena con compañeros de trabajo, en ese instante antes de aspirar en el que estamos solos, la línea blanca y yo, rodeados por el mundo cotidiano de objetos y fotografías me pregunto cuántos gramos de cocaína hacen falta para curar el dolor, casi retóricamente porque ya lo sé desde hace tiempo; nada cura el dolor. No hay cocaína en el mundo que pueda sanar algo que sangra. Lo que sangra, lo que se desangra, lo que se extingue en chorros impresionantes de agua roja vital no puede ser cauterizado con ninguna sustancia, con ningún tiempo por más largo que sea. Todo permanece intacto como el primer día. Solo podemos practicar el arte de disimular el sangrado, de sobrellevar estoicamente aquello que es tan horrible como indecible.

Mariela se mató el 2 de noviembre de 1999. Esa noche fue hermosa. Hacía 22° grados, no había viento, tampoco nubosidad. Durante la tarde que caía entre una mezcla de rojos, amarillos y naranjas con el sol gigante como a punto de explotar que se escondía tras los edificios de la capital tuve muchísimas ganas de abrazarla. La llamé a la oficina al mediodía, y había salido a almorzar, me dijeron que salió sola porque tenía que hacer un trámite (más tarde nos enteramos que estaba comprando el arma con la que se iba a disparar esa noche preciosa de noviembre), luego por la tarde una vez a su teléfono celular que dio apagado y finalmente a la noche a su casa cuando ya se había disparado. No fui al velorio de Mariela. Prefiero vivir con la incertidumbre de no haberla visto muerta, de pensar que cualquiera de estos días puede aparecer ahí, en el lugar donde nos quedamos. Tres días antes de que Mariela se dispare en la cabeza a las diez de la noche del 2 de noviembre de 1999 en su departamento de la calle Las Heras, habíamos terminado. En realidad no habíamos terminado, solo quería que se diese cuenta que aquella actitud irresponsable, celopata no conducía la relación más que a su término. Mariela dejó una carta. En ella me exculpaba del suicidio y mencionaba una serie de factores que tenían que ver con fracasos pasados, peleas con amigos y padres, aburrimiento de la vida de oficinista. Sus amigos, sus padres, y sus compañeros de trabajo solo tardaron tres horas en empezar a culparme. El primer llamado lo recibí a la mañana siguiente. En una serie de insultos que no puedo nombrar, Agustín, el hermano menor de Mariela me dijo “Estarás contento, Mariela se pegó un tiro, felicidades”. No lloré durante ese día.

A los dos meses de la muerte de Mariela recién, hablando con un amigo pude llorar. Le conté claramente lo sucedido. Él me comentó que Mariela no era una persona normal y que tarde o temprano esto iba a pasar. Me dijo que me tranquilizase y me pidió que por favor viese a un terapeuta para tratar de afrontar el duelo que hasta ahora venía negando. Martín sabía más de lo que yo decía. Nunca hice el duelo. El día posterior a la muerte de Mariela fui a trabajar, a los dos días al cumpleaños de mi hermano, a los seis días fui al cine. No lloré hasta pasados dos meses, mi vida siguió normalmente quizás de manera inconsciente, quizás a manera de protección personal. La muerte es un simple accidente en el transcurso de la historia de la humanidad. Mariela murió, se disparó en la cabeza, pero eso no detuvo la preciosa noche del 2 de noviembre de 1999, ni tampoco los años subsiguientes, las crisis económicas, los atentados en todas partes del mundo. Nada se detiene. Nacieron y murieron flores, perros, gatos, mariposas, palomas, árboles, hormigas, abejas. Amaneció, atardeció, fue de madrugada, de día, con sol y con lluvia, con tormentas y granizó, también escampó. Cambiaron los modelos de publicidad, de marketing, los carteles, remodelaron plazas, casas, edificios, se tiraron abajo otras plazas, casas y edificios, y se construyeron más. Hubo más de veinte ministros de economía, siete presidentes distintos, elecciones, avances, retrocesos. Nacieron más de cinco millones de personas, murió seguramente otro millón, hubo casamientos, separaciones, alguien habrá conocido al amor de su vida, otro alguien lo habrá perdido.  En suma, había un mundo que seguía girando las ruedas del tiempo con o sin Mariela, que seguía adelante con sus tragedias y felicidades, con sus miserias, desdichas y alegrías. La bala que golpeó la vida de Mariela hasta extinguirla, jamás podría extinguir el tiempo. Tampoco podría cerrarse jamás lo que se abrió en su cabeza y se multiplicó en mí.

A los tres meses empecé a tomar cocaína. De ese contacto primario con la droga no me acuerdo mucho. Tomé y fue como el golpe de un martillo en el centro de mis sentidos que se dispararon diversamente. No me olvidé de Mariela. Primer síntoma de lo que vendría. Mientras estaba drogado me sentí tan pero tan triste, tan encerrado en mi cuerpo, y tan lejos de Mariela que creí que no volvería a hacerlo. A la droga volví a los tres días, siempre cocaína. Esta vez estaba exaltado. No había restos de tristeza, tampoco de felicidad. Todo pasaba rápido por mi cabeza, pensamientos, recuerdos, incluso podía escribir cada detalle de cada lugar en el que había estado con muchísima precisión. No hubo rastros de recuerdos tristes.

Mis primeros seis meses fueron así. Me drogaba, no había rastros de momentos tristes. Volvían, me volvía a drogar. Comprendí luego que la droga no era el camino para curar absolutamente nada. Nada que duela lo suficiente como para partir el alma en diez partes podría curarse con estupefacientes. Primera decepción ante la realidad. Mariela ya muerta hace seis meses, la vida normal recompuesta, sus padres más tranquilos, sus amigos que vagaban entre el recuerdo y la incredulidad, esperando que alguna vez ella apareciese y les contara que todo fue una broma de mal gusto, que todo volvería a ser como lo fue antes de ese 2 de noviembre de 1999 y yo que atravesaba el duelo sin más que drogarme antes de cualquier contacto con la sociedad para superar el momento sin caer en la letanía del silencio, ya creía que la cocaína, de tanta fama entre los depresivos, no servía para absolutamente nada. Mariela no solo seguía muerta ahí donde más me molestaba su cadáver, es decir en el centro de mi vida, sino que su recuerdo era aún a veces más insoportable después de la droga que antes de la misma. No había contacto con la cocaína que no fuera construido como una profundización del duelo. No hubo jamás línea de cocaína en todo este tiempo que me haya hecho olvidar aunque sea un segundo toda la miserabilidad que me definía.

Ahora que el cadáver de Mariela sigue presente en el salón de principal de mi casa todos los días, ahora que ese cadáver putrefacto, que no habla, que grita, que me culpa, que tiene ganas de quedarse por el resto de mi vida y de su muerte junto a mí, justo en este momento que ese cadáver que ya no es ni será lo que fue Mariela me recibe todas las noches abriéndome las puertas de mi soledad, ahora es cuando quiero abrir los papeles de cocaína que compré y tomarlos juntos, dos o tres gramos para tal vez de esa manera ser como Mariela un cadáver solitario, detenido en una fotografía de lo que fui y de lo que jamás volveré a ser. Tal vez de esa manera pueda estar con Mariela y volver el tiempo al 30 de octubre de 1999, donde nos quedamos y de donde tal vez, solo tal vez,  nunca deberíamos habernos ido.

Capítulo I

«El pasado es un prólogo»
Willian Shakespeare.

Fuera de vos no hay nada. Ni Silvio, ni Lisandro, ni Benedetti. Fuera de vos tampoco hay lengua, ni habla. Fuera de vos el silencio no significa nada. Las tardes de abril no tienen ese maravilloso espectro de colores otoñales, o sí, pero ¿qué pueden ser sin vos?, acaso la sumatoria de hechos que indican la continuidad del mundo, la artimaña de los relojes y agujas y amaneceres y anocheceres que dan a luz a los días, meses y años que siguieron sin vos, como si no existieras, como si nunca hubieras sido.

Solo eso. Nada más vacío que eso. Nada más triste y desesperanzador que continuar viviendo, ahora, y mañana y pasado sobre este mundo que jamás podrá ser el mismo mundo que fue, fuera de vos.

A veces me pongo a pensar en las cosas que cambiaron desde aquella tardecita de sábado. Pasaron tantas pero tantas cosas que enumerarlas me llevaría al menos quinientas páginas, pero yo que siempre creí en las insistencias de este mundo no hay día que no remueva el pasado con solo ver  un retrato. Me sostengo en la esperanza de que todo es quizás un mal sueño al cual solo le queda el despertar. Todo desde esa tarde, en que era sábado, en la cual había viento, se mantiene intacto; como Los Alpes o la Selva de Amazonas. Soy, en definitiva, si algo he de ser, ese que va al pasado para encontrar algo de lo que fui y que ya no podré ser. Soy lo que otros creen que queda de aquello que he sido, y creo sin lugar a ningún tipo de dudas que ni la ausencia, ni la tristeza  es igual en este mundo, en este preciso momento si permanece fuera de vos.

Salud Mental

Se ha aceptado durante mucho tiempo que los peces tenían una memoria efímera de tan solo tres segundos. Pasados ellos, advenía el inevitable olvido y un volver a empezar de cero que se repite sucesivamente hasta su muerte.

Durante mucho más tiempo se ha asociado a esta capacidad de olvido a la felicidad. No fueron los peces quienes se esforzaron por demostrar esto, fue Nietzsche quién en escribió en su “Genealogía de la moral” un tratado sobre la memoria, asociándola colectivamente a la culpa e individualmente al dolor. Pensemos: la historia de la humanidad se basa en los recuerdos dolorosos. Años de condenar en plazas públicas a los ladrones, de cercenarles las manos, de colgarlos hasta la muerte construyen una memoria colectiva de lo que le sucede a quién rompe las reglas. La intención de la asistencia obligatoria no es fomentar un espectáculo del dolor sino una conciencia del mismo que indujera un recuerdo. Detengámonos un segundo en este punto: La primera noción de memoria colectiva es una inducción con un fin opresivo/represivo.

No hay historia social, individual o colectiva que no se construya con un pasado, no hay pasado que no sea memorizable, no hay hecho en la historia de la humanidad que no tenga derecho a ser recordado. No hay hecho historiable que deba ocultarse. Sí aprendimos de Auswitch que no debe repetirse, sí aprendimos de la ESMA el Nunca Más, si aprendimos de Guantánamo la condena a la tortura, entonces por qué se nos hace irresistible desde las frases comunes y hechas, y desde el sentido común la capacidad de olvido como instancia superadora y permisiva de la evolución social.

Hay un poema de Benjamín Prado que sostiene que “Nunca es tarde para romper con todo. Para dejar de ser un hombre que no pueda permitirse un pasado.” La cita es oportuna: creemos en nuestra conciencia que somos hombres incapaces de sostener un pasado. Por naturaleza el pasado es algo doloroso, inaccesible, inenarrable. El pasado es algo que nos ataca y del cual nos defendemos. Una escena de “El secreto de sus ojos” juega con dicha afirmación: “toda mi vida fui hacia adelante, hacia al futuro. El pasado no es mi jurisdicción, me declaro incompetente” afirma la actriz Soledad Villamil cuando el personaje interpretado por Ricardo Darín le cuenta de su proyecto de novela para contar un caso sucedido veinticinco años atrás.

Pero el pasado existe como recuerdo o como memoria, como algo horrible o como hecho inenarrable. Porque el pasado no es todo el pasado, es El Pasado. Ese doloroso hecho puntual que es imposible de nominalizar. La imposibilidad de contarlo lo convierte en “El Pasado”. Ese que marca, ese que sangra detrás de un lugar, de un aroma, de un sonido.

Quién quiere recordarlo todo choca con el problema de Funes en “Funes el memorioso”, no se puede recordar todo. La memoria es una selección y esta parte un dolor primario. Todos los recuerdos son tristes ha dicho Dolina, porque si fueron felices ya no están y si han sido tristes se agudizan.

Es septiembre, vuelvo a casa, afuera llueve. Veo pegar las gotas de la llovizna contra el parabrisas, escucho una canción: “Clara” de No Te Va a Gustar, la asocio con un hecho puntual, nada grave, mi mente está en otro lado. Está pensando en un pasado que es más que el pasado. Siento que prefiero un pasado al pasado en general, pienso en que Nietzsche se pudo haber equivocado, pienso que toda memoria es opresora porque obliga, pienso que recordar es obligatorio para no repetir historias en círculos.

Finalmente sucede que me encuentro caminando por Bernardo de Irigoyen. De pronto alguien cruza al lado mío y emite dos palabras. Reconozco la voz. Es una voz del pasado. La creía olvidada. Antes de escribir este texto había pensado en algo que me dijo un taxista que me pareció inteligente. Lo primero que se borra son las voces, dijo.  Se equivocó. La memoria tiene un archivo general, con los aromas, con los lugares, con las voces. La memoria aparece en el primer estimulo que recibimos de alguno de ellos. Ahora soy yo ante el pasado y pienso que me paralizo, que el corazón me late aceleradamente, que me siento inmóvil porque todos los recuerdos sobre esa persona se centran en la emisión del sonido de su voz que era tan lejana y ahora está tan cerca. Pienso en que Federico dijo que todo recuerdo es una construcción moral sobre el dolor. Pienso en que Federico dijo que no podemos recordar todo, que solo aquello que duele se convierte en recuerdo. Pienso en que Federico al olvido lo llamó salud mental.

Los sueños.

Hay un poema de Borges que afirma que se sueña escribiendo en una celda circular y que en él, el proceso se repite infinitamente y que nadie podrá leer el poema que escribe el que sueña. La metáfora es interesante, parece decirnos que aquello que sucede en un sueño es un proceso interno, solo del durmiente que se sueña a sí mismo y no que sueña consigo.  Soñar es mirarse y no reconocerse ahí  donde estamos en ese momento.

Hace unos días pensaba un sueño que vengo teniendo todas las noches y que ciertamente me da miedo. Soñé durante varios días con una araña, grande, que caía desde el techo del lugar donde me encontraba y se posaba sobre mí. Quería matarla, o no, no es algo que recuerde. Pero siempre me despertaba aterrado. Sentía absolutamente verdadera la posibilidad de que la araña me pique. No obstante hay un detalle peculiar en este sueño. Yo me veía con la araña y no era yo quién veía a la araña. Me contemplaba en la situación de ataque a través de otro que también era yo. La araña era tan real que me despertaba de ese desdoblamiento, me subjetivaba y el terror le daba lugar a la vigilia.

Me urgía interpretar el sueño. Lo interesante es que cuando algo me interesa o me obsesiona se van dando situaciones que me llevan hacia él, incluso cuando no quiero. El viernes como todos los días compro el página 12 y en él encuentro como siempre sucede los viernes, con la contratapa de Forn que narra a su manera particular alguna historia o concepto que lo atrae. En este artículo narra que el sueño cobra una importancia particular a través del concepto de metanoia. Dice Forn: “todos vamos más o menos distraídos por la vida hasta que tenemos un sueño que nos acomoda la peluca, y aun así, al ratito nomás de esas revelaciones volvemos a vivir como si los sueños no nos hablaran”. El concepto es claro, la importancia es clave las primeras horas después de haber soñado. El despertar es un arrebato de la razón, de la realidad. Comprendamos: después de soñar casi siempre adviene la vigilia, ese hecho, ese contraste entre la realidad y el sueño es forzado. El sueño termina, se abren los ojos y comienza la automática reflexión sobre lo que sucedió.  Pero es efímero, como el sueño.

Volvamos a Borges. Hay un ensayo que también habla de la relación entre los sueños y la construcción de la realidad. En “El sueño de Coleridge” explica Borges que los sueños permiten condiciones de posibilidad para transformarlos en realidad. Narra que se soñó un edificio y luego un poema sobre ese edificio, que entre el constructor y el poeta no hubo relación alguna, y que el poeta jamás supo que el constructor del edificio soñó el mismo.  Hay algo de sobrenatural en esta pretensión. Si el sueño es constructor o agrega algo a la realidad y también construye literatura tiene una doble función. El sueño es a la realidad una posibilidad y también a la ruptura de ella en tanto que contribuye a la literatura. El sueño se transforma en la farsa para una farsa que se multiplica. Los objetos son lo real, mientras que el lenguaje es una farsa y esta se multiplica en la literatura en tanto que se transforma en ruptura.

Explicar un sueño a través del lenguaje es imposible porque el lenguaje no contiene todas las imágenes, pero utilizar el lenguaje en un sueño es lo único posible. No hay sueño que se haya contado en el cual el lenguaje no sea medio entre el soñador y el sueño.  Soñar es casi una posibilidad del lenguaje en tanto que construye la realidad del mismo. Las imágenes que creamos, siempre se crean a través del lenguaje y se reproducen a través de este. Pero no hay lenguaje que permita explicar correctamente un sueño. Inclusive los que se dedican a interpretar estos no coinciden en los significados de soñar con los objetos más frecuentes.

Quizás como anécdota cabría contar que anoche tuve otro sueño. Diferente del primero. No había arañas. En mi sueño había una mujer o la última imagen que tuve de una mujer. Quería besarme. Accedí, pero cuando lo hice comprendí que yo estaba mirando la situación desde afuera, soñando ese sueño y diciéndole a esa mujer “no, no quiero, porque esto es un sueño y no es la realidad”. Después me desperté y pensé en este texto, que quizás también haya sido un sueño.

Esto por ahora.

Fernández bajó del tren en la estación de Quilmes. Era julio y la temperatura llegaba a 11° grados a esa hora de la tarde. Estaba desabrigado, apenas un pullover arriba de la camisa. Pero no tenía frío, siempre le gustó el invierno. “Es una de las formas de sentirse vivo” había dicho alguna vez al respecto. Ya en el andén camino a la salida, dirección al centro, atravesó la marea humana que disponía a dispersarse en múltiples sentidos. Tuvo la impresión de que era una hormiga más en un hormiguero que repartía las tareas. Veinte irían para el sur, treinta al norte, cien al oeste, se sintió bien cuando descubrió que el camino se le abrió luego de atravesar la Av. Yrigoyen. Ahora estaba solo de nuevo consigo mismo, caminando lento, pausado, como si quisiese atrapar con cada mirada los detalles de las cosas que lo rodeaban. Desde hacía dos años Fernández había tenido la tendencia hacia los detalles, sacaba entre diez o quince fotos por día de lugares típicos que tuviesen algo que reseñar: un árbol en la estación de Avellaneda, el obelisco visto en una tarde de agosto un día de semana, el cielo de Almagro poblado de nubes en abril. Fernández luego las editaba, le daba un toque de belleza resaltando los colores, las profundidades, las ponía en un marco y se sentía feliz porque para él las cosas solo pueden asirse por completo cuando se las atrapa en una imagen.  Así había tomado fotos de gente tomando mate en un árbol detrás un gran edificio que se erigía como un monstruo a punto de comerse la tranquilidad que emana esa plazoleta. Arriba de la misma volando en solitario una paloma con las alas extendidas. Fernández pensó con cierta tristeza al ver la foto que sacó producto de la casualidad: “todo un símbolo de la soledad moderna”. Seguramente había más en ello y no quería o tenía ganas de explicarlo, había algo en la fotografía que lo atraía particularmente. Los colores, el edificio tan imponente rodeando el árbol, su situación personal que se asemejaba a un parque rodeado de edificios, porque ¿qué es tener un corazón roto sino estar absolutamente solo rodeado de algo monstruoso, detestable y tan frío como la cámara criogénica  de una morgue en un hospital? Así se sentía Fernández. Solo. Muerto desde hacía tres años.  No había forma de evitarlo. Muchas veces quiso disimular el sentimiento, la agonía que le provoca haber perdido a Cecilia. Porque a Cecilia la había perdido y no como cuenta la historia oficial, esa que le relata a todos sus amigos, compañeros de trabajo, desconocidos en medio de una borrachera en cualquier bar, dejado. La había empezado a perder en mayo del año 2004 y la siguió perdiendo por tres años más hasta que finalmente ya agotado de probar todos los caminos, todas las instancias que un hombre que lucha por algo que cree verdadero y necesario y también justo puede explorar le preguntó con cierta resignación  “¿Qué puedo hacer para cambiar esto? Y la respuesta, un “nada” tan seco y desprovisto de sentimientos que se agregó a la frase “No podes hacer nada, solo dejarme” que se desmoronó sobre los hombros de Agustín Fernández como un edificio tan sólidamente construido que se creía indestructible y ahora se veía caer piso por piso, tan impresionante a la vista de todos y sobre todo a su propia vista que creyó que la realidad no era más que una ficción, un sentido del humor particular de un destino ya escrito por alguien, quizás con un Dios con tiempo libre para jugar con cada uno de nosotros como si fuese un niño malvado en busca de realizar alguna maldad que le llenase el corazón y ya satisfecho pudiese contar la anécdota para intimidar a otros niños con lo que es capaz de hacer cuando lo consumen el aburrimiento o la ira o simplemente no le gustase la cara de quién lo está interpelando.

Fernández deambulaba como un zombie. Sabía que tenía que llegar a la esquina de Lavalle y Garibaldi y encontrar el café que desde hacía más de siete años frecuentaba con Adrián, un amigo algo mayor que él. Pero son esos momentos en los que se deambula, en los que el propio pensamiento va ganando posiciones como un ejército de guerrilla que se apresta para el ataque final. Así el pasado, esa cosa que existe no como algo material sino como una construcción propia carente de todo sentido lógico, esa selección de memorias que se agrupan para generar sentimientos tan dispares como el odio, la melancolía, la nostalgia se va a asomando violentamente.  Ganando posiciones con el fusilamiento del presente. Ahora todo es pasado.  El invierno es siempre pasado, Cecilia esperándolo con café a la vuelta del trabajo, Cecilia eligiendo una película para la noche. Cecilia tomando un saco negro y ajustándose la bufanda y preguntando como un niño que espera la salida de manera sorpresiva “¿Cenamos en El Viejo Matías?”, Cecilia en la esquina de la disquería buscando un disco de Lisandro Aristimuño y quejándose por la irrupción de una música comercial, moderna y según sus propias palabras carente de contenido. El pasado es todo Cecilia cuando se va ganando cada uno de los momentos de Agustín Fernández no hay otro recuerdo, ni siquiera un hecho de la  infancia tiene más peso que toda la historia con Cecilia.

Ahora caminaba frente a una disquería y como un chiste ya contado sobre las ironías que hacen que todo siempre desemboque en el mismo lugar encontró un nombre en una gigantografía, con un título, y una fecha. Ya no escuchaba más esa música. Representaba esa melancolía melódica insoportable. Ya no podía con ello. Había adoptado desde hace un tiempo cambiar los escritores, los cantantes, las películas, excepto por una. La primera que vieron juntos.

Sí un título puede remontar a un pensamiento, este era el caso. “Todo empieza y acaba en ti”. Para Fernández nunca acabó, porque la historia con Cecilia era una cuenta pendiente. No había terminado. Lo que había terminado en todo caso era una historia  que habían llevado adelante juntos pero para él nada había terminado sino tomado una pausa. Una interrupción, un intervalo que los tenía alejados, tal vez  años, décadas. No lo sabía.

La buscó en todas partes. En los besos de las parejas adolescentes, en el sexo de las prostitutas, en las mujeres que conoció ocasionalmente y a las cuales les permitió la ilusión de poseerlo, las adicciones peligrosas, la cocaína, el whisky con los psicofármacos. Jamás pudo encontrarla. No había experiencia que se asemejase a la vida Cecilia. No había forma de reemplazarla, no había chance concreta para el olvido.

Tenía que llegar a Garibaldi y Lavalle  y cambiar la cara. Desde hace un año no había rastros de Cecilia en su vida más que la vaguedad de alguna noticia difusa que la ubicaba trabajando en Londres o a punto de casarse con un ex amigo ahora devenido en novio.  Últimamente la vida se trataba de eso, de cambiar la cara, de la especial habilidad para devenir en otra cosa, de mudar los pensamientos.

Al verlo  a Adrián pensó “es esto por ahora”, una extraña forma de hacer arte. Actuar la cura sobre la enfermedad.  Finalmente sonrió. Era un genio en eso de actuar. Engañarse, engañarlos. Hace tres años que para Fernández todo es esto por ahora.

Para decir melancolía en este mundo.

“Te van a consumir” era la frase que al bajar los nueve pisos a las seis de la tarde le rodeaba uno a uno los pensamientos y se adentraba en él hasta llevarlo muy de a poco  como tomado de la mano, conducido simplemente por un pasillo a una sala donde toda la melancolía se cruza con la nostalgia de aquello que iba a ser y nunca sucedió.

Pero una vez en la calle, atrás el ruido metálico de las tarjetas magnéticas, atrás el molinete de entrada, gris, frío, turbio se reencontraba con esa parte que nunca lograron consumir. Sí en algo residía el error de Verónica era en pensar que todos somos definibles como una unidad que no cambia los aspectos, o las formas según el lugar en el cual les toque definirse. No, Franco Esteban Sparadutti tenía una parte de su vida bien conservada, alejada de los peligros de la oficina, de los embates de los jefes que además de conductores y directores de las ocho o nueve horas de su vida que se comprendían entre las 8 y las 18 horas se pretendían iluminados morales en los cuales reparan la sabiduría del qué hacer cotidiano. Franco Sparadutti tenía un reducto, una isla para sí mismo.

A veces le gustaba caminar. Listo siempre para captar un detalle aquí, otro por allá, una imagen a la cual darle dos o tres colores. Otras gustaba de sentarse en un parque y ver a las palomas, a la gente pasar, los colores de los árboles. Finalmente también era adepto de sentarse en algún bar, pedirse indistintamente un café o un whisky siempre escocés, siempre de doce años, siempre con hielo y escrutar los detalles del mismo haciendo una breve radiografía de aquellos signos.

Hubo una vez que se encontró con una pared empapelada con fotografías de los clientes. Empezó a mirar lentamente buscando a Verónica en cualquiera de ellas, no la encontró. Melancolía se dice a esa forma de buscar algo para que independientemente del resultado de la búsqueda reparemos en la tristeza.

Algo de eso seguramente sintió Franco cuando caminó sobre Independencia hasta tomar ubicación en el micro que lo llevaría a su hogar. Los viajes nunca ayudan a poner las cosas en claro. Bastan dos pensamientos, la revisión de una decisión tomada o una canción que suene en el reproductor para que la nostalgia se apodere de un cuerpo. En la radio terminaron las canciones, ninguna inoportuna, ni que fuera recuerdo. Quizás el problema de estar nostálgicos o melancólicos en este mundo, en este momento es que cada cosa, por pequeña e incomprobable que sea nos llevará a un recuerdo. Y así fue, que la voz en off que lee mensajes de los radioescuchas dijo claramente “Verónica nos escribe para contarnos que está muy feliz de poder haber encontrado al amor de su vida”

Así fue que Franco por una vez en su vida comprendió que para decir melancolía en este mundo no debe pronunciarse jamás esa palabra. Basta simplemente con que se pronuncie un nombre. Para decir melancolía en su vida, en este lugar y en este instante solo tiene que decir Verónica.

La Narración de la historia *

Literatura es…
Quito,  era Chaco, y el bus doblo cerrado, como la tarde de abril.
Tu problema es que narras, como pensas que está bien narrar. Fijate “cerrado como la tarde de Abril”. Pareces un escritor clásico del siglo XV.

                    Acá te dí el primer beso, Av Rivadavia y Río de Janeiro.

Ahí viene la melancolía.

                           Sí, pero no seas malo. Melancolía es otra cosa, no es ponerse triste añorando, esa es una melancolía extraña.  Distinta, como apretarte una muela que te duele y que te de gusto eso

Ahora escribe un poema mentalmente. Pero en el medio del amor estaba Ana, ¿Entendes?
No.
No importa. Lo que importa es que la historia es ya dada, cuando lleguemos a Quito va a ver la

                                                                    puertadelhotel                                      yvaapensar                                  otravez                                                                                        enEstefanía.

Del hotel a las cinco de la tarde sale una pareja en auto. Ahora piensa. Sí yo vengo de trabajar, ¿cómo hacen estos para irse a la cama, a esta hora? Sí sacas las cuentas entraron a las tres de la tarde.  No los envidio tampoco.

Un poco sí

Pero me da más curiosidad que envidia.

Literatura es eso que te sale cuando queres significar la vida y lo que lees no te alcanza.
No, para nada, literatura es un búho cantando en el Parque Rivadavia, o peor,  esa sangrecita que te sale cuando te golpeas la rodilla con el suelo.
Pero vos sabías de poesía.

Ahora va a decir que escribir un poema es arrancarle una oreja a un cura y dársela de comer a los mortales.
Sin embargo  el bus sigue avanzando.

Esto se parece tanto a un tour del pasado.
En esa esquina el primer beso,
en la otra la despedida,

ahí la puerta del trabajo.

Siempre quise volver a José Mármol.
Porque me acuerdo de  una tarde, del mate, de las sábanas y del color de los azulejos del baño

¿Te acordas el tono de la voz?
Re menor disminuido.

                                     El sujeto atravesado por la historia,
clavado de una punta a la otra por la historia.
Al sujeto le sale la historia por la garganta y no lo deja respirar
y al mismo tiempo la historia le perfora los ojos y no lo deja ver,
y por si fuera poco;

la historia se le atraviesa en la femoral y lo desangra.

¡Qué trágico!

                          Contame algo de lo que hayas leído

Bueno hoy leí a Cortázar, y me enamoré de Pizarnik.

Qué cosa, todas muertas, Thénon, Pizarnik, Ocampo.

Se llama librofilia,

Entre el cuerpo y el sujeto está todo lo abstracto

como este poema.
Como la narración de la historia.

Es por lo menos singular y tristísimo que las cosas no estén simplemente sujetas a la eternidad.

Otra definición de literatura: “Cuando no te queres morir escribís un poema”

Pero a veces pienso que esto de la comodidad de estar triste es un poco pesado. Pensalo bien,
el amor es una enfermedad autoinmune.  Tiene defensas propias.

Ya se terminó el tour.

                                          Y literatura es…

* El título de este poema/relato no ha sido producto de otra más que de la literatura.  Queda en el lector, la posibilidad de la curiosidad de averiguar dicha procedencia. Nada tiene que ver ese nombre, en esencia, con este.